Neutralidad de la red: ¿realidad o utopía?, el último libro de Mercedes Fuertes
Pocos temas jurídicos representan mejor esta época compleja y acelerada en la que vivimos que este de la “neutralidad” de la red. Su complejidad deriva de que enlaza como pocos muchas cuestiones que no hace tanto tiempo parecían separadas y que hoy se nos presentan como absolutamente interconectadas: competencia, transparencia, servicio público, derechos fundamentales… con una amalgama de implicaciones económicas, políticas y jurídicas muy difícil de deslindar. Si uno quiere abrirse paso en esta espesa selva es imprescindible contar con un buen machete, so pena de quedar completamente enredado e inmovilizado, al albur de las peligrosas especies animales y vegetales que pululan en este hábitat, desde multinacionales a reguladores de toda laya. Pues bien, “Neutralidad de la red: ¿realidad o utopía?” (Madrid, 2014), el último libro de la catedrática de Derecho Administrativo y colaboradora de este blog, Mercedes Fuertes, constituye una herramienta ideal para todo aquél con suficiente valor para afrontar el reto.
Cuando se habla de neutralidad de la red, ¿a qué estamos haciendo referencia exactamente? Bueno, esto mismo empieza por no estar totalmente claro, porque el concepto se utiliza para casi todo, desde para denunciar los problemas de conectividad o del internet a dos velocidades, hasta para amparar la libertad de expresión. En realidad, la esencia del principio de neutralidad (al que se refiere expresamente el art. 9,2 de la Ley General de Telecomunicaciones) se resume en la idea de tratar sin discriminación los datos, los paquetes desagregados de información que transitan por Internet. Nadie puede desconocer que la red se ha convertido en un instrumento cuyas implicaciones de carácter público son extraordinariamente importantes. Como precisa la autora, Internet es más que un servicio público, es el soporte de muchos servicios de interés general, lo que condiciona el ejercicio de diferentes derechos fundamentales. Nada más natural, entonces, que predicar esa no discriminación a la hora de permitir la circulación de datos por las redes. No cabría permitir, en consecuencia, que un operador limitase o ralentizase la circulación de datos generados por un competidor de contenidos, por ejemplo. Tal limitación no solo afectaría a ese proveedor, sino también a los usuarios del servicio que se verían privados de disfrutar de esos contenidos con libertad e igualdad de oportunidades. La autora analiza perfectamente esta problemática y las soluciones ofrecidas tanto en Derecho comparado (especialmente en EEUU) como en el ámbito comunitario y nacional.
Lo que ocurre es que, como sabemos desde que Aristóteles formulase el principio de “justicia distributiva” en su ética nicomaquea, no es nada fácil concretar en la práctica qué es eso de la no discriminación. Porque no discriminar no es tratar a todo el mundo igual, sino tratar de manera igual a los iguales y de forma desigual a los desiguales. Y, en el mundo de hoy, valorar “desigualdades” es algo endiabladamente complicado, tanto sustantiva como procedimentalmente. Claro que podríamos hacer tabla rasa y predicar una igualdad total. Pero en ese caso habría que asumir -porque el espacio físico es limitado- que tal cosa implicaría dar prioridad a los gamberros de mis hijos cuando se descargan el último videojuego neuronalmente destructivo, frente a una conexión urgente entre hospitales en la que un neurocirujano informa a otro sobre una determinada intervención o sobre los datos que un coche sin conductor en circulación necesita recibir para gestionar correctamente su seguridad.
La cosa amenaza con complicarse todavía más cuando nos percatamos de que los principales paladines a favor o en contra de la “neutralidad” no son desinteresados servidores públicos, sino grandes compañías con muchos intereses económicos en juego. Para un gran proveedor de contenidos la neutralidad es algo sagrado, de un valor muy superior a la salud de los pacientes o a la seguridad vial. Para un proveedor de servicios una ficción sin contenido alguno. Pero no nos engañemos, no tienen mucha credibilidad aquellos grandes proveedores, como Netflix, que abogan por la neutralidad mientras trabajan por crear su propia red CDN particular para mejorar la calidad de su servicio: algo así como un Internet a dos velocidades a capón.
De ahí que, sin perjuicio del completo planteamiento jurídico contenido en la obra que ahora reseñamos, todo aquél interesado en la materia debería también bucear en esos conflictos de intereses y en la evolución técnica de esta problemática (aquí) que gira, como es normal, a gran velocidad.
En el fondo lo que trasluce debajo de esta polémica es un principio bastante general, que se aplica igual a la neutralidad de la red que a las sociedades cotizadas o al mercado hipotecario: allí donde hay verdadera competencia, transparencia, prensa libre y usuarios organizados, los problemas son mínimos. Cualquier gestor de redes se pensaría dos veces dar preferencia a ciertos clientes fuertes a cambio de una remuneración si eso supone perder cuota general de mercado. Pero, claro, allí donde esas circunstancias no se dan, los problemas se multiplican. En este último caso los esfuerzos del legislador deberían ir encaminados principalmente a conseguir esa competencia real y, mientras se consigue, intervenir con la finalidad de evitar abusos. Los principios, ejemplos y herramientas para hacerlo, los tiene el lector a su disposición en libro que comentamos.
de https://www.facua.org/es/noticia.php?Id=12248&utm_source=dlvr.it&utm_medium=facebook
Comentarios recientes