Archivo | julio, 2020

 CHOVINISMO CARNAVALESCO

29 Jul

 

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     El DRAE define el concepto “chovinismo” como “exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero”. Es el paso siguiente al “patrioterismo”, que consiste en “alardear excesiva e inoportunamente de patriotismo”.

      El patriotismo bien entendido, es decir, el amor a la patria -la tierra de tus padres en latín-; sea la patria grande del estado-nación moderno, o la patria chica regional, provincial o comarcal; no es en sí mismo algo maligno: uno puede estar muy orgulloso de ser asturiano, catalán, berciano, español o italiano, sin sentir la necesidad de insultar al vecino. Desgraciadamente, es algo bastante habitual, especialmente entre gente con poca cultura, ya sean personas escasamente educadas al proceder de ambientes socio-económicos desfavorecidos (como cierto conserje del aeropuerto de Barcelona que al preguntarle por el metro hacia la Plaza de las Cortes, me respondió inflado de orgullo local y sabiduría lingüística que si me refería a la Plaça de les Corts), o más habitualmente personas que creen haber recibido una excelente educación, sobre todo en ciertos colegios clasistas dirigidos por frailes, caso de algunos leonesistas, que no saben hablar de la historia de León sin lanzar pullas a los vallisoletanos, y de algunos castellanistas que hacen lo mismo. No es algo grave, siempre que no pase del típico “pique” local o regional.

      En cuanto al chovinismo, tras la Segunda Guerra Mundial y sobre todo con la creciente mundialización, se considera una expresión del pensamiento nacionalista que suele ir acompañado de manías persecutorias consistentes en culpar de los males propios a otros países, regiones o pueblos. Los ejemplos actuales más exacerbados de chovinismo los tenemos en el este de Europa, en el señor Donald Trump con sus teorías conspiratorias anti chinas sobre el COVID 19, y en los constantes rifirrafes mediáticos entre los gobiernos británico y ruso. Hasta la Segunda Guerra Mundial el mayor ejemplo de chovinismo fue el enfrentamiento franco germano. En España por el contrario, casi todas las encuestas coinciden en señalar que somos el país menos chovinista de Europa. Considerando las razones que tenemos para estar acomplejados (corrupción, clientelismo, desempleo, desindustrialización, despoblación rural, fracaso educativo, estupidez milenial, vandalismo juvenil botellónico, turismo de borrachera…), ¿no sería psicológicamente consecuente que practicásemos el chovinismo para esconder nuestro sentimiento de inferioridad en forma de delirio de grandeza, como hacen otros pueblos? Si los griegos pueden presumir de ser el pueblo que dio la civilización a Europa, nosotros podemos presumir del Siglo de Oro, los descubrimientosnavales, la conquista de Ámerica, la fundación del Derecho Internacional moderno…

      Pero en España éso no cala, sea por la modélica cultura democrática de la que presumimos desde 1978, o más probablemente porque llevamos desde fines del siglo XVII asumiendo que somos unos pringados. Quizá podríamos exceptuar la actual situación en Cataluña, pero éso excede el propósito de este articulillo. ¿Significa éso que en España no existe ninguna forma de chovinismo? Al contrario. El chovinismo se caracteriza por dirigir el victimismo del populacho contra un enemigo al que se elige como blanco. En Occidente ha sido habitual que ese enemigo sea externo a los fronteras, pero en España nunca nos hizo falta buscar un enemigo externo al que culpar de nuestros males. Desde la clausura de las Cortes liberales de Cádiz el 4 de mayo de 1814 por Fernando VII -repuesto en el trono por el mismo invasor francés que lo había derrocado-, hasta la Guerra Civil de 1936, pasando por las sublevaciones carlistas del siglo XIX, siempre hemos podido culpar al vecino antes que al extranjero. No es que en España no existan sentimientos similares al chovinismo, es que los hemos sustituido por cainismo.

      Y por desgracia, el típico cainismo español no se ha ido a ningún lado. Lo podemos ver mientras paseamos por cualquier ciudad. Afortunadamente parece que en los pueblos estamos menos gilipollas, o lo disimulamos más, pero en cualquier ciudad te encuentras a cada paso con los nuevos símbolos de ese cainismo chovinista: las mascarillas y las banderitas. ¿Alguna persona en su sano juicio afirmaría que el color de la dichosa mascarilla influye en la protección que ofrece contra el COVID 19? Evidentemente, no. Y sin embargo, los gilipollas de turno gastan dinero -y no poco para el sueldo medio de una familia-en mascarillas verdes, rojas, azules, naranjas, arcoiris o moradas -y no me refiero a las que vende la tienda oficial del Real Valladolid-. Con o sin banderita, de España, de Cataluña, de Andalucía…En fin, no faltan modelos para que el mastuerzo de turno pueda ir por la calle exhibiendo al mundo que es más de Vox que nadie, o más del PP, o más del PSOE, o más de Podemos, o más homosexual, o más español, o más catalán, o más andaluz que nadie. Porque igual que en el chovinismo, de éso se trata precisamente: de esconder nuestro sentimiento de inferioridad en forma de creencia de superioridad.

Creencia cainita, estúpida y ofensiva de que somos más patriotas que otros por llevar una banderita bordada en la mascarilla, o poner una bandera en el balcón todo el puñetero año, cuando lo normal sería hacerlo sólo en las fiestas, como se hizo siempre; o ponérsela a modo de capa, o peor, ponérsela al perro. Creencia cainita, estúpida y ofensiva de que somos moralmente superiores a otros compatriotas por exhibir nuestra ideología o nuestra sexualidad. Creencia cainita, estúpida y ofensiva; y por tanto potencialmente peligrosa para la paz social, el orden público y la convivencia democrática. Porque el necio de turno que pasea tan ufano, tan arrogante y contento con su mascarilla verde, morada, roja, naranja o tutifruti, debería darse cuenta de que está implícitamente denigrando al prójimo, exhibiéndose como superior a él, o al menos a aquellos de sus prójimos que no comulgan con su ideología, sea esta derechista, izquierdista, nacionalista, independentista o de género. Hablando en plata: está tocando los cojones.

      Cuando se estrenó el régimen parlamentario de 1978, algún gobernante lúcido tuvo la sensatez de prohibir las manifestaciones en las jornadas previas a las citas electorales -la llamada “jornada de reflexión”-para evitar disturbios, medida muy sabia, teniendo en cuenta la historia de España en los dos siglos anteriores. Hoy cualquier gobernante mínimamente sabio emitiría de inmediato un decreto ley prohibiendo este abuso que se está haciendo de los símbolos nacionales y políticos: con la única excepción de las fuerzas de seguridad pública, que por su carácter uniformado ya llevan la bandera nacional en su vestimenta, debería prohibirse terminantemente esta especie de mascarillas-fetiche. Igualmente, debería limitarse la exhibición de banderas, sean nacionales, regionales o locales, a las fiestas y actos públicos señalados en el protocolo. Trescientos euros de multa por llevar una mascarilla con símbolos ideológicos o colores oficiales. Otros tantos para el fetichista del balcón abanderado, o para el Súper López que se pone una bandera por capa -sea cual sea-. Y para el zoquete que se la pone al perro, seiscientos.

En conclusión: más educación, más respeto, menos ínfulas pretenciosas, y menos gilipolleces.

ASC_28/07/2020

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AQUILINO SANTAMARTA

LOBBIES

5 Jul

 

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Hubo una época, en concreto hasta la en tantos aspectos negativa aparición de los estados modernos, durante la cual los centros neurálgicos de la sociedad lo constituían las familias, los municipios y los gremios de artesanos.

     Hoy, con la llamada globalización, son los mismos estados-nación los que estarían evaporándose, pues los principales centros de decisión ya no están siquiera en sus otrora omnipotentes manos, sino allende sus fronteras, en toda suerte de organismos supranacionales sobre los que carecen de control alguno.

      Ítem más, dentro de ellos y en las últimas décadas se han ido enquistando incontables grupos de presión cuya nefasta influencia va in crescendo sin que nada ni nadie parezca ser capaz de pararles los pies. Hablamos, naturalmente, de todo tipo de lobbies que, harto subvencionados a cuenta del erario público y con la excusa de defender a determinadas minorías (homosexuales, inmigrantes y un largo etcétera de colectivos victimistas) en aras de manidos mantras como la «tolerancia» o la «diversidad», campan a sus anchas propagando sus dogmas contra natura a la par que condicionando el bien común ante la inacción (por no decir complicidad) de los poderes estatales.

      Y es que una vez se otorga una subvención a un determinado organismo, observatorio u ONG, es prácticamente imposible eliminarla, sólo puede ir a más, generando un clientelismo que, amén de ser el primer interesado en cronificar el problema que presuntamente venía a solucionar, a la postre aspirará a influir -en su beneficio exclusivo, por supuesto- en las subsiguientes decisiones políticas del Gobierno de turno.

      Frente a tal desorden de cosas, el proceder de aquellos que defendemos recuperar las virtudes y valores tradicionales no sólo debe ir encaminado a denunciar semejante proceder mafioso tanto de quienes desde el exterior pretenden diluirnos en engendros economicistas y/o mundialistas tipo UE como de quienes desde el interior buscan licuarnos con sus totalitarias ideologías disolventes en amalgamas multikulturales compuestas por individuos atomizados sin pasado ni raíces.

        Debe dirigirse también a preservar, en la medida de lo posible y desde nuestro entorno inmediato, aquellas estructuras valiosas (caso, por ejemplo, de los numerosos concejos milagrosamente todavía existentes en muchos lugares de España, ésos que durante siglos han permitido a los habitantes del mundo rural nada menos que administrar sus propios recursos comunales y sin el concurso de los politicastros de turno: pastos, montes…) con las que algún día (ojalá más temprano que tarde) poder volver a cimentar una Patria ahora en ruinas.

RICARDO HERRERAS