La verdad es que no pensaba abordar en este blog la que se está liando en Cataluña. Al menos no hasta que días atrás alguien me mandó muy ufano un mensaje instándome a colocar nuestra bandera nacional como “avatar” en una archiconocida aplicación telefónica. Admito que, al teclear estas letras, no tengo ni la menor idea de lo que pasará el domingo 1 de octubre, ni tampoco de cómo acabará este follón ni mucho menos cuál podrá ser su solución si es que la tiene ya. Sólo estoy seguro de una cosa: quién crea que, tras años de dejación de funciones por parte del estado español, se va a hacer frente ahora al desafío soberanista sacando simplemente a pasear la “Marca España” (mezcla de lo más casposo de los tiempos del tipismo ñoño con la impostada pijo-modernidad-fashion del presente) lo lleva claro.
Y es que nos puede gustar más o menos pero negar que el sentimiento independentista resulta, en la actualidad, una evidencia objetiva, palpable y extendida en amplias capas, ámbitos profesionales e ideológicos de la sociedad catalana sería absurdo. Otra cosa es que dicha evidencia – instrumentalizada de forma descarada por unos (los nacionalistas) y torpemente manejada cuando no consentida por otros (el PP especialmente, pero también el PSOE) a causa de bastardos intereses electoralistas – se haya convertido hoy en una bomba de relojería para un régimen del 78´ que lleva no precisamente poco tiempo dando claros síntomas de agotamiento.
A mí modo de ver, el despropósito de los últimos meses en ese “país pequeñito de ahí arriba” (Guardiola dixit) bien podría entenderse como una más de las muchas consecuencias finales provocadas por las frustraciones (y errores garrafales: lo de no delimitar con claridad meridiana y sin ambages las competencias autonómicas desde el primer momento se le debió de ocurrir al primo del que asó la manteca) que se han ido acumulando desde aquél meritorio pero imperfecto proceso iniciado en 1975, cuyos únicos beneficiarios reales han sido quienes lo afrontaron desde el principio con las cartas marcadas: los oportunistas del tardofranquismo hábilmente reconvertidos en demócratas; la entonces oposición, incapaz de derribar al dictador pero ansiosa por “pillar cacho” accediendo a puestos de poder y hoy devenida en una de las más corruptas partitocracias de Europa; y sobre todo la oligarquía, tanto la centralista como la periférica.
Justo quiénes, entendiéndose en lo básico (reformas laborales lesivas para los trabajadores, recortes sociales, privatizaciones) por debajo de los hasta ahora enfrentamientos retóricos, se han dedicado (haciendo buena la archiconocida cita de Samuel Johnson de que “el patriotismo es el último refugio de los canallas”) a esquilmarnos durante las últimas cuatro décadas en un descomunal saqueo que ha terminado resultando nocivo para los intereses de todos. Bien mirado, la única diferencia entre los unos envueltos en banderas rojigualdas y los otros en enseñas esteladas estriba en los paraísos fiscales a donde se han llevado la pasta trincada a los ciudadanos de aquí y de allí con total felonía e impunidad, a Suiza los primeros, a Andorra los segundos.
Así pues, la deriva soberanista alentada en las provincias catalanas por unos políticos tan desvergonzados (Artur Mas y los suyos, los cuáles, acorralados en los tribunales por el 3%, aspiran a que una hipotética Catalunya lliure les otorgue inmunidad judicial) como demagogos (la Esquerra y la CUP, cuyo pretendido objetivo último con la independencia sería dinamitar el actual statu quo y proclamar la República, algo que estaría por ver que ocurriera sin enfrentamiento) empeñados en una suicida huida hacia adelante, no es sólo culpa de los mismos. Ni mucho menos. También lo es de quiénes durante tanto tiempo han mirado para otro lado, han consentido por interés cortoplacista o no se han atrevido a aplicar las leyes vigentes.
Conviene, pues, no caer en el forofismo. Preguntémonos, en cambio, por qué más de 40 años después del fin del régimen de Franco seguimos sin resolver nuestras tres grandes asignaturas históricas pendientes, a saber, construir una cultura verdaderamente democrática, edificar una sociedad con mayor igualdad social y lograr un encaje nacional satisfactorio para todos los territorios que integran nuestro país. Porque, en el fondo, el problema radica precisamente ahí, en la ausencia de un proyecto nacional justo, sólido y acogedor para TODOS. Ahí le duele. Un problema crónico que arrastramos desde el siglo XIX como poco y que la creación en su momento de 17 CC.AA. (el nefasto y aberrante “café para todos”) lejos de solucionarlo, lo ha acentuado.
Sí, definitivamente la vieja nación española, tal y como ahora está configurada, camina desnuda, no lleva ningún traje que la haga lo suficientemente atractiva y defendible para su mayoría de desengañados y sufridos hijos. España hoy sólo es un gran cortijo donde las grandes familias oligárquico-partitocráticas del centro y de la periferia (los de siempre, vamos) se llenan los bolsillos a manos llenas mientras el resto, los de abajo, cuando vienen mal dadas, solo nos queda como recurso emigrar o, peor aún, matarnos en guerras fratricidas sinsentido azuzadas por aquéllos.
¿Y digo yo que ya está bien, no?
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