A pesar de que las hoy ubicuas ONG – entidades presuntamente sin ánimo de lucro, supuestamente independientes e hipotéticamente volcadas en actividades humanitarias y/o ambientales – eran conocidas desde la postguerra, su boom coincidirá en el tiempo con la globalización neoliberal finisecular. Pero no tanto como una respuesta a la misma sino como un elemento facilitador de aquélla.
Porque el debilitamiento de los tradicionales Estados-nación por mor de la desmedida acumulación de poder a manos de las multinacionales ha provocado en la ciudadanía una pérdida de derechos sociales de tal calibre que, a fin de maquillarla un poco, los poderes fácticos han venido utilizando las ONG – cuyo modus operandi está bastante alejado de la visión naif que se tiene de ellas – para gestionar a muy bajo coste no pocas funciones asistenciales desarrolladas con anterioridad por los propios Estados.
De esta forma, han surgido cientos de ONG rivales entre sí por acaparar dichas funciones, convirtiéndose de facto en agencias subsidiarias de la Administración de turno que sin ningún pudor compatibilizan discursos de justicia social con prácticas basadas en la pura y dura precarización de sus empleados (solo hay que ver las condiciones en que trabajan esos jóvenes dedicados a captar nuevos afiliados), la instrumentalización de sus voluntarios (los cuales dan lo mejor de sí mismos mientras los de arriba se ponen las medallas) o la manipulación de sus socios (a quienes sacan dinero utilizando técnicas mercantiles lisa y llanamente inmorales).
Así las cosas, era inevitable que al cabo de unos años aquellas primigenias asociaciones integradas en su mayoría por abnegados voluntarios que luchaban desinteresadamente por el bien común y se dedicaban a la filantropía sobre el terreno se hayan convertido ahora en auténticas empresas infestadas de burócratas especializados en recaudar subvenciones y donativos a cuyo abrigo florecen innumerables negocios opacos mientras venden (mediante campañas publicitarias que, mostrando imágenes de niños desnutridos, casas arrasadas por huracanes o cadáveres putrefactos arrastrados por inundaciones, rozan la pornografía humanitaria) un producto casi “irresistible”: lavar con una simple dádiva la pusilánime conciencia de tantos occidentales acomplejados por su pasado histórico y abducidos por el pensamiento guay a los que se hace responsables de todas las injusticias habidas y por haber en el planeta tierra.
Desde luego, si ya el cinismo e hipocresía de los que dirigen el cotarro oenegeril clama al cielo, la tontuna (al parecer, es más cool fotografiarse rodeado de indígenas amazónicos que echar una mano a quienes también lo necesitan de nuestro entorno inmediato) y la falsa empatía (esos bobos progres y pijos multikulturetas que, por pasarse tres días al año pintando la escuela de una aldea y luego otros ocho en una playa paradisiaca de algún país africano, creen haber resuelto los problemas del mismo) de sus acólitos (en esencia miembros de las clases extractivas) resulta directamente vomitiva: es lo que se llama ejercer la beneficencia disfrazándola de solidaridad.
Visto pues el percal, deberíamos mandar a freír espárragos a toda esta manga de espabilados que, lejos de solucionar ninguno de los problemas mundiales de hambre, miseria y desigualdad (al contrario, son los primeros interesados en enquistarlos, porque de lo contrario se les acabaría el chollo), se pegan la vida padre a costa de parasitar el bolsillo de los contribuyentes y de timar a los muchos ingenuos con síndrome de Papá Noel agudo que pululan por ahí.
Claro que, para ello, antes habría que desacralizar ciertos iconos que nuestra periclitada civilización ha convertido últimamente en intocables, caso del buenismo. Aunque solo fuera porque, por muy duro que pueda ser afrontar la verdad, siempre será peor vivir en la inopia y, encima, como en este caso, con mala conciencia.
RICARDO HERRERAS
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