A principios de este mes de junio, el ínclito Francisco Nicolás Gómez Iglesias era procesado por (presuntamente) falsificar su DNI para que un amiguete lo suplantara en la Selectividad (y la aprobase por él, of course).
No me voy a detener demasiado en el caso del mediático y a estas alturas cansino “pequeño Nicolás”. No obstante, tomando como punto de partida unas declaraciones (“Esta instructora no acierta a entender cómo un joven de veinte años, con su mera palabrería, aparentemente con su propia identidad, pueda acceder a las conferencias, lugares y actos a los que accedió sin alertar desde el inicio de su conducta a nadie, por muy de las juventudes del PP que manifieste haber sido”) realizadas en su día por la magistrada titular del juzgado de instrucción número 24 de Madrid, me gustaría arrojar desde la distancia un poco de luz a la susodicha. Para ello, nada mejor que partir del comportamiento intrínseco de nuestros anquilosados partidos políticos desde el 78 acá.
Durante los últimos casi cuarenta años, la dinámica interna de ausencia de democracia en los mismos ha propiciado desde prácticamente las afiliaciones juveniles la llegada masiva de un montón de “nenes” (y “nenas”) tan mediocres como ambiciosos, con la única meta de medrar en las procelosas – los navajazos están a la orden del día y arriba normalmente llegarán o los más implacables o los más arrastrados, no los más preparados – filas de cada correspondiente formación, actuando para ello como tiralevitas del barón de turno en el que depositarán todas sus esperanzas de ascenso y al que deberán luego, cual señor feudal, fidelidad eterna hasta acabar en algún parlamento nacional o autonómico disfrutando de un buen sueldo amén de todos los privilegios habidos y por haber.
Ya el comportamiento de las Nuevas Generaciones del PP y las Juventudes Socialistas (¿hay alguna diferencia sustancial en su modus operandi?) siempre ha dejado muchísimo que desear, actuando como auténticos hooligans del “y tú más” y como la claque necesaria (los “tontos útiles”, vamos) en esos patéticos meetings a los que solo acuden los convencidos, dejándose de lado las propuestas que, de producirse, rarísimas veces serán aprobadas por los de arriba.
Admitámoslo, hace tiempo que los jóvenes que ingresan en las formaciones políticas dejaron de sentir pasión por el debate, por la confrontación de ideas, buscando únicamente un cargo o un puesto en una lista que les garantice incorporarse a la vida pública como una profesión más y no como vocación, convirtiéndose en el “combustible humano” letalmente necesario que reproducirá luego comportamientos perversos cuando unos pocos de ellos asciendan (algunos, como se ve, incluso antes) a puestos de mayor enjundia y responsabilidad, dejando de ejercer ese papel rebelde y contestatario que debería tener la juventud cuando se despierta en ella el interés por la política: por no ser, ya no son ni referente crítico.
Éste es precisamente el caldo de cultivo de engendros como la efímera Beatriz Talegón, la “revolucionaria” que cobraba (o cobra, quién sabe) 40000 euros anuales a nómina del PSOE, o el caso sangrante del citado “Nicolasín”. ¿Lo entenderá ahora su señoría?
Sí, es verdad, a partir del 15-M otros jóvenes – parece que más irreverentes y en principio menos acomodaticios – volvieron a encender las calles, las plazas y también las aulas de las universidades españolas con debates e ideas al albur de (presuntas) nuevas formas de hacer política y que también han sido claves, por ejemplo, en la (re)vuelta de Sánchez contra el aparato del PSOE. Ojalá cuajen, pues sería deseable que de sus ganas de cambio surjan las propuestas que mejoren esta maltrecha sociedad de cara al futuro. Pero hasta que no lo vea…permítanme ser escéptico al respecto.
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