En la mayoría de países occidentales se da hoy un idéntico patrón de gobierno (o, a la vista de lo que estamos viviendo, desgobierno): las élites dirigentes conforman una casta/nomenclatura sin virtud ni cualidad alguna aupados desde el seno de sus respectivos partidos políticos a un lugar de privilegio que por méritos personales jamás habrían merecido.
Hablamos, pues, de unas oligarquías partitocráticas que detentan el poder no para procurar el bien común, sino para, salvaguardar los intereses de las a su vez interconectadas (corrupción mediante, cómo no) oligarquías económicas a las que sirven y obedecen amén de los suyos propios, por supuesto.
Unas partitocracias que, pese a la propaganda con la que nos bombardean por tierra, mar y aire, solo tienen de democráticas la concurrencia electoral cada cierto tiempo, donde formaciones aparentemente dispares (en el fondo, apenas) hacen como que se pelean entre sí para (una vez obtenido el poder) implementar una serie de ideologías disolventes que inculquen entre el pueblo una conciencia deshumanizadora a fin de empujarlo a satisfacer aquellos instintos primarios que le hagan olvidar que únicamente está ahí para desempeñar trabajos precarios y consumir.
Tal «despotismo democrático» (oxymoron que, por sí mismo, ya revela la falacia del sistema) puede advertirse a diario en la promoción de un hedonismo degenerado, la aprobación de un sinnúmero de leyes no ya contrarias al derecho natural sino al sentido común, la disolución de los cuerpos naturales de convivencia social (familias, municipios, gremios sindicales) en administraciones estatales cada vez más ineficazmente burocratizadas, la ordenación de impuestos de marcado carácter confiscatorio, la excitación de las pasiones de una opinión pública machaconamente manipulada por los medios de comunicación sistémicos, la propagación de ese cáncer moral llamado relativismo y un largo etcétera.
Ni que decir tiene que semejante absolutismo solapado (mucho más nocivo que el derivado de los antiguos y arbitrarios caprichos regios, en tanto en cuanto ni siquiera rinde cuentas a la nación, sino a toda una serie de organismos supranacionales que trabajan en pos de los planes de las élites mundialistas) constituye, en la actualidad, una de las principales (sino la principal) losas que pesan sobre la antaño esplendorosa civilización cristiana occidental.
RICARDO HERRERAS
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