ELOGIO DE LA TRISTEZA

3 Jun

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Asistimos hoy a todo un movimiento impulsado básicamente desde el lucrativo mercado de los libros de autoayuda y difundido a través de las redes sociales – donde, bajo el lema “demuestra de manera constante lo feliz que eres aunque sea mentira”, se promueven hasta la náusea los tres principios de la “filosofía” take away, a saber, “sé optimista, no te rindas nunca y sé positivo” – que, cual hippismo del siglo XXI, insiste en vender la dicha tal que si ésta viniera recetada en píldoras obligándonos a enarbolar sentimientos happy happy por encima de cualquier realidad objetiva.

      Lo que no deja de ser un contrasentido, porque si algo se puede decir de la vida sin temor a equivocarse es que es bien dura. Y la mayoría de las veces, duele. A cada uno de forma que no puede compararse con la de nadie, con mayor o menor motivo, se quiera o no, pero duele y mucho. Nuestros seres queridos nos dejan, cada cierto tiempo caemos enfermos, muchos de nuestros sueños jamás se cumplen, bastantes de los planes que hacemos no salen como esperamos, nos quedamos sin trabajo o aceptamos otro porque no queda otro remedio… ¡eso sin echar una ojeada a las noticias que acontecen en el mundo!

      Es verdad. Todos estamos de acuerdo en que la tristeza resulta incómoda y desagradable. A nadie le gusta estar triste, por supuesto. Pero, bien pensado, ¿no es en el fondo absurdo fingir una eterna positividad con ínfulas a que sea contagiosa para quienes nos rodean, esconder el casi siempre lúcido pesimismo (lo del optimismo per se enmascara no pocas veces una alarmante ausencia de espíritu crítico a la par que consagra un conformismo mal entendido) para quedar bien o asumir que la pesadumbre es motivo de vergüenza?

            Así las cosas, un servidor se niega en redondo a formar parte de esa corriente que nos fuerza a sonreír por aquello de que “nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa” (sic). Si es menester estar tristes se está y no pasa nada. Con el tiempo, uno debe asumir que la tristeza, al igual que la alegría cuando toca o las ganas de comer cuando se tiene hambre, es inherente a la vida. Es lo que hay.

       Y no, no hablo de hacer pornografía sentimental con la aflicción o de “utilizarla” como arma para para manipular. Eso es obsceno y malvado. Tampoco hablo de regodearse en la misma, ya que esto nos conducirá inevitablemente a la negatividad o, en el peor de los casos, a la depresión. Hablo de acogerla cuando llega pues parece claro que ignorarla no va a hacerla desaparecer de inmediato; de sentirla y dejarla madurar con nosotros hasta que llegue el momento en que tenga que irse (si nos empeñamos en espantarla rápido y a cualquier precio es probable que la agudicemos) porque, aunque cueste creerlo, tiene también su función biológica: la de reactivar nuestra sensibilidad, decirnos que algo no va bien e incluso hacernos más fuertes (en la antigua Grecia los estoicos ya apuntaban recetas como rebajar las expectativas o esperar lo peor para curarse en salud) a largo plazo.

      Por tanto, resulta hasta sano que en determinados momentos nos permitamos estar tristes, se lo permitamos a los demás y lo normalicemos como algo necesario. Si rechazamos la realidad y nos centramos únicamente en el pensamiento positivo, guarida perfecta para pusilánimes y no pocos cínicos, nunca sabremos cómo abordar las dificultades cuando inevitablemente surjan.

      Sin olvidar que la tristeza es inconexa y volátil, no siempre obedece a causas externas o identificables ni mucho menos pide permiso para entrar. Precisamente por eso, cuando lo haga, lo último que tendríamos que hacer es sentirnos cuestionados por ello. Al fin y al cabo, somos seres humanos, no Budas.

 

 

RICARDO HERRERAS

 

 

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